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Cuentos cortos



Sin Titulo

por Toño, Mexico DF

 

Hoy parece un día normal, las aves cantan al nuevo sol, mientras el rocío se evapora y las mariposas ensayan como volar.

Hoy parece un día normal pero no se oye el timbre de las fábricas, ni el eterno pitar de los autos, ni las campanas de la iglesia llamando a misa, ni trenes, tampoco autobuses.

Es una ciudad muerta, sin voz, sin música. Ni todas las lágrimas derramadas hacen lluvia, los jardines morirán y los paraísos artificiales tendrán su decadencia.

Los hombres están absortos, pensando excesivamente en ellos y encerrados en sus casas, en sus cuartos, en medio de cientos de botes de basura.

Los pobres dentro de un auto viejo en algún tiradero,los ricos con los dedos llenos de sortijas lamiéndose la fuerza y el engaño.

 

La ciudad se detuvo.

 

La cera del cirio derramo su última lágrima. Es el fin. Cada segundo es el fin.

El pobre pregunta –¿Cuándo moriré? –¿Cómo será?

El rico pregunta –¿Cuándo moriré? –¿Cómo será?

“Los hombres están absortos en esto por eso no pueden vivir”.Yo fui el último de los elegidos sin votos y sin autoridades, con barbas negras y cabellos largos. Terciopelo rojo y túnica blanca siempre descalzo, sin penitencia y mucha vanidad, con ilusiones y despertares alcoholizados para estar en la gloria; transportado en una caja-ataúd de cristal, muy limpio, acostado en suaves lienzos y almohadas. 

 

La gloria es insípida sin sacrificio, fui un Mesías.

Fui un hombre cualquiera, la gloria sin el dolor.

Hombre blanco = superior, Hombre oriental = terror, Hombre negro = estorbo.                            
“Bienvenido soldado al infierno”.


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Nadar en la eternidad


Por Carmen Amaralis Vega 

Salté en caída libre y me hundí hasta lo más profundo. Fui bajando, bajando, bajando. Ya no tenía más aire en los pulmones y la presión del agua me hacía reconocer que perdía el sentido. Dejé de bajar y la fuerza boyante sumada a mi grito mental me devolvió a la superficie. El agua me llamaba con fuerza, siempre lo hace, debo haber sido pez en otra vida. Yo puedo, pensé, y antes que la razón
me contradijera, di el salto desde el puente del deseo.
Ya a flote reconocí la distancia hasta la orilla, y nuevamente pensé que podría nadar hasta la arena dormida. A mitad de trayecto los brazos me dolían, las piernas se debilitaron y un calambre egoísta disparaba corriente en todas las direcciones de mi cuerpo. Supe que era imposible llegar a la orilla, y fue entonces que invoqué a los dioses del mar y no me escucharon, clamé a mi ángel de la guarda y se rió de mi osadía.
-Nunca has sabido medir las consecuencias de tus actos.
Fue el reclamo del ángel, mientras yo sucumbía a lo que más se puede parecer al pánico. Pero no, yo no me puedo morir ahora, aún me quedan lecturas por hacer, besos en la boca, y necesito sembrar la semilla de mango que espera su punto exacto sobre la mesa del jardín.
El sol me nublaba la vista y la sal ardía como arde en una herida abierta, y yo ahí, revoloteando como pájaro herido, como loba en parto, o ninfa sin amor.
No puedo morir, me repetía con la poca fuerza que me quedaba. Y no pude. Simplemente me crecí aletas de tiburón, escamas de sirena y ojos de delfín, y con mi traje más azul, soplé la imaginación, las olas crecieron hasta que una avalancha de deseos vivos me trajo a la orilla.
Ahora sé que puedo nadar eternamente.


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El demonio en la pared

Por Guillermo J. Fadanelli.

Mi relación con los médicos no ha prosperado jamás, ni creo que mejore en los próximos años. Todavía no he padecido una enfermedad que no haya logrado superar con un poco de coraje y   una botella de licor. Suena primitivo, lo sé, pero no me avergüenza. ¿Cómo he podido oponer mi bárbara aversión a una ciencia que ha progresado con denuedo semejante? No importa si la medicina es incapaz de curar el cáncer o la eyaculación precoz de los mexicanos (ésta última ya una cuestión de salud pública), de todos modos casi nadie pone en duda sus importantes avances (financieros, por supuesto): en la actualidad el médico se parece más a un corredor de bolsa que a un misionero samaritano.
No sé si prefiero ponerme en manos de los médicos o lanzarme a los brazos de la muerte. Lo segundo es mucho más digno, pero no vive uno para presumirlo. Cuando escucho decir a las personas que tienen una cita con el médico experimento una extraña sensación de tristeza. ¿De modo que estos seres tienen intenciones de continuar viviendo entre nosotros? Cuánto me gustaría disuadirlos de sus propósitos, pero es imposible porque tomarían mis palabras por los argumentos de un loco. Nadie conserva en estos días el carácter suficiente para vivir tan sólo unos cuantos años. Como si se necesitaran más de treinta para darse cuenta de que aún doscientos años de vida nos serían insuficientes. Y por si fuera poco son los más feos, los seres más desagradables quienes acuden puntualmente a su cita con el médico. Con un mes de anticipación la menos agraciada de mis tías hace cita con su médico de cabecera, pues sospecha que durante el transcurso de ese mes acumulará suficientes males para justificar la consulta.
Pocas personas consiguen establecer una amistad decorosa con sus enfermedades. La mayoría prefiere la guerra. En cuanto una enfermedad asoma la cara, el enfermo corre como una liebre al médico. Todos tenemos miedo de nuestro cuerpo y necesitamos silenciarlo: es uno de nuestros peores enemigos. Así las cosas, ni siquiera dudamos en aceptar cuando un médico toma la decisión de abrirnos en dos como a una rana. Aceptamos gustosos el diagnóstico y nos tiramos panza arriba sobre el quirófano. No me extrañaría que un estudio minucioso de estas cuestiones nos revelara que la mayor parte de las operaciones son innecesarias, motivadas por afanes de lucro, impaciencia, ausencia de alternativas, sospechas infundadas, pero sobre todo a causa de la morbosa pasión de los médicos por entrometerse en nuestros cuerpos: espías adictos que no conocen más que una sola ruta. Espías, enemigos que desean progresar a nuestras costillas. No me parece errado el escritor Peter Sloterdijk cuando dice que el médico pinta con una mano el demonio en la pared y con la otra nos opera. En definitiva, prefiero una botella de licor para llevarme a la tumba que morirme en medio de una cirugía. 


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